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Trump, el Balfour del siglo XXI

Jerusalén acabará siendo de facto la capital de Israel porque al reconocimiento de Trump le seguirá el de las cancillerías acólitas de medio mundo

Donald Trump firma su proclamación con la que su país reconocerá a partir de ahora a Jerusalén como capital de Israel. JIM LO SCALZO EFE

Por más que duela y enoje, poco puede extrañar la decisión de Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel, anunciada con la pompa que caracteriza todo atentado contra la legalidad internacional perpetrado por este presidente de la impudicia. Trump es consecuente consigo mismo y con su programa electoral, lo cual no debería sorprender si no fuera por la corrupción de la democracia a la que ya estamos tan acostumbrados. A Trump se le puede criticar por muchas cosas, pero no por no ser coherente. Sus votantes le estarán agradecidos, y el resto del mundo seguirá temblando.

Pero Trump no carece de visión histórica. Hacía falta que un presidente estadounidense pusiera la guinda en el pastel de la ocupación. Trump nunca ha ocultado sus simpatías por el sionismo, el cristiano y el judío, que desde finales del siglo XIX ha venido manipulando la política y las instituciones internacionales para dar carta de naturaleza jurídica al colonialismo y la limpieza étnica de Palestina mediante la creación de un Estado confesional judío en el corazón del mundo árabe. Hace escasamente un mes se cumplía un siglo de la Declaración Balfour, la carta en la que el Gobierno británico manifestaba su apoyo al proyecto sionista. La actual potencia mundial, Estados Unidos, rubrica ahora aquel atropello legal con las formas del siglo XXI: con un discurso retransmitido urbi et orbi que destruye las aspiraciones palestinas de un Estado propio.

Jerusalén acabará siendo de facto la capital de Israel porque al reconocimiento de Trump le seguirá el de las cancillerías acólitas de medio mundo. Pero eso no podrá borrar que Jerusalén sea, por encima de todo, la capital de la ocupación y el apartheid israelíes.

 En los últimos ocho años, el Gobierno de Netanyahu ha ejecutado implacablemente su programa de colonización progresiva de Cisjordania, de judeización a ultranza de Jerusalén y discriminación legal de los ciudadanos palestinos de Israel. Los palestinos, por su parte, tenían pocas bazas que jugar. La desunión interna, tan cacareada por la comunidad internacional, no era excusa para no forzar un verdadero proceso de paz. Israel tenía que cumplir con las resoluciones de Naciones Unidas y el derecho internacional, y no solo no lo ha hecho sino que se ha reído de ellos.

¿Y qué queda al pasar las páginas de la historia? El tiempo y las vidas perdidas, y el fin oficial de las promesas de Oslo, del sueño de los dos Estados, Israel y Palestina, algo que ya pronosticó hace quince años Edward Said, al tiempo que proponía la única solución justa: un Estado binacional. Porque todo lo demás traerá, seguro, más tensión y más violencia. Violencia interior, regional e internacional. Ante semejante panorama, todos estamos llamados, como pide con coraje Judith Butler, judía antisionista estadounidense perseguida por sus ideas, “a inventar nuevos idiomas con que pensar, actuar y crear solidaridades”, como el de la campaña de boicot, desinversión y sanciones, que ella suscribe.

Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid

Fuente: https://elpais.com/internacional/2017/12/06/actualidad/1512586792_364331.html