“Peligro. Zona de tiro. Entrada prohibida”, reza una losa de piedra al borde del destartalado camino que lleva a Yinba, un árido poblado palestino sobre cuyos habitantes pesa la amenaza de ser evacuados para levantar en el lugar un campo de tiro para soldados israelíes.
Fuente: Ana Cárdenas, Agencia EFE
Cerca de dos mil palestinos residen en la conocida como “Zona de tiro 918″, en las secas colinas del sur de Hebrón, en la Zona C del territorio ocupado de Cisjordania, bajo control militar y civil del Ejército israelí.
Tras un litigio de cerca de doce años en el Tribunal Supremo, el Ministerio de Defensa israelí ha rechazado las peticiones de los residentes de doce pueblos y pedido a la Corte que ordene la evacuación de ocho e imponga restricciones a otros cuatro, por razones de seguridad.
Argumenta que los habitantes no son residentes permanentes (puesto que algunos de ellos tienen casas en la cercana localidad de Yata) y que pueden espiar a los soldados mientras entrenan o recoger armas que estos olviden para usarlas luego con fines terroristas, aunque no cuestiona su propiedad de la tierra.
Grupos defensores de los Derechos Humanos y residentes afirman que una potencia no puede usar el territorio ocupado (y menos una propiedad privada) para entrenamiento militar y considera la medida una estrategia de Israel para robar tierras palestinas.
“Los políticos israelíes tienen puesta la vista en esta zona desde hace muchos años porque está muy cerca de la línea verde (la línea de armisticio internacional de 1948)”, explica a Efe el abogado israelí de los residentes, Shlomo Lecker.
“Se intenta echar a la gente para anexionar (a Israel) los asentamientos que hay aquí. No tiene nada que ver con las necesidades del Ejército porque a unos metros hacia el este (en territorio israelí), hay un montón de campo inutilizado donde podrían entrenar”, afirma.
Según él, “la forma en que el Ejército trata a la población palestina podría constituir un crimen de guerra de acuerdo a la Convención de Ginebra, que exige que el ocupante facilite a la población civil ocupada las mejores condiciones, que es lo contrario de lo que se hace”.
Israel declaró la zona -de unas 3.000 hectáreas- territorio militar en 1999 y trató de expulsar a la fuerza a los residentes, que reclamaron al Supremo, el cual ordenó que se les permitiese vivir ahí hasta que tomase una decisión.
Tras un proceso de mediación infructuoso, recientemente el Estado presentó su posición final, tras la cual los jueces deberán dictar sentencia.
Defensa pide evacuar ocho pueblos y permitir a sus habitantes acceder a sus tierras los fines de semana, fiestas judías y un mes al año para cultivar y pastar su ganado, períodos insuficientes para que los propietarios puedan mantener su tradicional estilo de vida.
Las otras cuatro aldeas, en el norte, deberán demoler edificios y hacer una planificación urbana que deberá ser aprobada por el Ejército para continuar allí.
Son localidades pobres, sin electricidad ni agua potable, que viven del pastoreo y el cultivo.
Mientras llega la decisión judicial, las ONG denuncian el acoso a los residentes a través de la demolición (u órdenes de demolición) de estructuras esenciales, como cisternas de agua, cuartos de baño y escuelas, el bloqueo de caminos y la confiscación de tanques de agua donados por ONG.
“Han destruido 15 cisternas, algunas de ellas de época romana, y 20 baños, y ordenado la demolición de infraestructura vital, lo que constituye un crimen de guerra”, dijo a Efe Zyad Lunat, de E-Wash, que agrupa a una treintena de ONG y agencias internacionales que “ayudan a aumentar la capacidad de resistencia de estas poblaciones para evitar su desplazamiento forzoso”.
El alcalde de la cercana Yata, Zahran Qabeqa, advierte que la evacuación supondrá un grave daño a los recursos agrícolas palestinos, puesto que la zona “es la cesta agrícola del sur de Cisjordania y provee más del 40% de las necesidades de ovejas, pollos y otros productos”.
Y los residentes se niegan tajantemente a irse.
“Mi familia vive aquí desde la época turca. Esta es nuestra tierra, tenemos documentos y no nos vamos a ir de ninguna manera”, dijo a Efe Isa Rabai, de 65 años nacido en Yinba.
“Teníamos mucha tierra, desde Arada hasta el mar muerto, hemos perdido entre el 70 y el 80% y ahora Israel nos quiere quitar lo poco que nos ha dejado. ¿Dónde nos quieren echar ahora?, ¿A Arabia Saudí?, ¿Al sur del Líbano?, ¿Es esta la democracia israelí?”, se pregunta.
A su lado, Ahmed Ismail Abu Ganan, nacido hace 50 años en una cueva de piedra del poblado de Halawa, en la que vive con su mujer y once hijos, dice: “Esta es mi patria. No me iré de aquí”.
Otro vecino de Yinba, Jaled Jabarín, asegura a Efe en su oscura cueva-vivienda: “Yo nací aquí. Mi padre tiene 70 años y nació aquí. Y mi abuelo, con 85, nació aquí. En el 48 y en el 67 la gente se fue con sus llaves para poder volver a sus casas. Han esperado 65 años y no han vuelto. Yo no haré lo mismo. No me iré”.