Las elecciones israelíes llevadas a cabo en febrero 2009 otorgaron el poder a una coalición de partidos derechistas, liderados por Bibi Netaniahu. Entre ellos destaca “Israel Beiteinu”, partido de extrema derecha liderado por Ibet Liberman, personaje tétrico de perfil cuasi-fascista que fue designado ministro de relaciones exteriores.
Fuente: Meir Margalit, Revista Sin Permiso
Esta constelación política liberó todos los fantasmas racistas latentes en el subconsciente israelí y desencadenó posturas oscurantistas, latentes desde hace tiempo en la medula de la sociedad israelí.
En realidad este vuelco extremista no debería sorprendernos. Sus orígenes datan de 1948: sus primeras víctimas fueron entonces los árabes israelíes, a los que se sumaron a partir de 1967 los palestinos en los territorios conquistados, y ha llegado a su paroxismo bajo la égida del actual gobierno Netaniahu, cuando a las víctimas palestinas de ambos lados de ‘la línea verde’ se incluyen aquellos tildados de “aliados del enemigo”, o sea la izquierda israelí.
Liberman es la máxima expresión de esta degeneración. Durante su campaña electoral manipuló el odio latente en el seno de la sociedad israelí contra los palestinos, acuñando el lema “Sin fidelidad no hay ciudadanía”, prometiendo retirar la ciudadanía a todos aquellos árabes israelíes que, a ojos de la población israelí, no son suficientemente “fieles” al Estado de Israel. Inspirados en esta línea, y ebrios de poder, al poco tiempo de asumir el gobierno, los partidos de la coalición de derechas presentaron al parlamento una avalancha de leyes de corte xenófobo que recuerdan demasiado a la Alemania de los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Una lista parcial de esas leyes nos da la pauta de la dirección nefasta por la que marcha Israel bajo la égida de la extrema derecha. La “Ley de la Fidelidad” impone un juramento de fidelidad a Israel, bajo amenaza de anular la ciudadanía de quien se niegue; la “Ley de la Naqba” prohíbe rememorar la derrota palestina durante la “guerra de la independencia”; la “Ley anti-boicot” prohíbe boicotear productos elaborados en los asentamientos en los Territorios Ocupados; o la nueva reforma fiscal, que impide a las organizaciones de derechos humanos recibir donaciones de fuentes extranjeras que sumen mas de 20.000 shekel, (unos 4.000 euros), presuponiendo que, a falta de fondos, desaparecerán o por lo menos quedarán paralizadas. Así sucesivamente, 16 leyes, decretos, o proyectos de ley nacionalistas han llegado al parlamento desde que la pareja Netanihu-Liberman ha asumido al gobierno.
Pero este asalto reaccionario contra la democracia va mucho más allá y pretende apoderarse de las bases mismas del sistema israelí y socavar desde dentro las pocas fuerzas de contención que todavía funcionan en su seno. Este es el objetivo de la reforma del sistema judicial, que le otorga al gobierno el derecho a inmiscuirse grotescamente en la designación de jueces de la Corte Suprema de Justicia, a fin de controlar y neutralizar a la ultima institución sensata que todavía queda en Israel capaz de ponerle limites a la Knesset y evitar un completo vuelco antidemocrático.
Este torrente de legislación racista adquiere actualmente dimensiones aterradoras: hasta ahora la discriminación se encubría tras la excusa de la “seguridad nacional”, pero ahora se justifica, sin más pudor ni vergüenza, por ser imprescindible para preservar “el carácter judío” del Estado de Israel o, en otras palabras, por motivos nacionalistas, xenófobos y fundamentalistas. Esta embestida no se limita al ámbito parlamentario. Alentados por este clima anti- democrático, grupos de matones, esgrimen su prepotencia, amparados por un gobierno que fomenta el odio racial y propicia el asedio a ONG’s de derechos humanos. A tal punto, que el mismo ministro responsable de los servicios policiales ha declarado que teme que en estos precisos momentos se esté gestando un asesinato político contra activistas de la izquierda israelí.
Nada de esto es nuevo. La derecha desde siempre ha intentado perpetrar un golpe de estado que destruya las bases democráticas de la nación. Lo novedoso, y lo terrible, es que actualmente la derecha israelí posee los recursos para efectuarlo y está convencida de que este es el momento propicio para dar el golpe final. Una serie de coyunturas internacionales actúa como catalizador de dicho contraataque: por un lado, el estado politicamente delicado del presidente Obama, y por el otro, la crisis financiera europea, indican que “el mundo occidental” está demasiado débil y ocupado con sus problemas como para enfrentarse a Israel y evitar que lleve a cabo sus aspiraciones. Asimismo, según este discurso, los acontecimientos en los países árabes vecinos y el auge de los partidos islamistas serían la prueba contundente de que “there is not partner” (no hay contraparte) y es imposible confiar en los árabes. Toda esta escenografía ha sido utilizada cínicamente por la derecha parlamentaria para dar el golpe final y endurecer sus políticas retrógradas, poniendo en marcha una campaña política dirigida a criminalizar no sólo al pueblo palestino, sino también a las ONG’s que apoyan la lucha palestina por la liberación nacional. Hasta ahora hemos sido deslegitimizados, ahora pasamos a ser criminalizados.
Los parecidos con el Apartheid sudafricano, con el fascismo italiano, con la Serbia de los años 90, e incluso con la Alemania del 33, son demasiado obvios como para disimularlos. La naturalidad con la que estas malas yerbas se expanden y la apatía del público israelí ante tales atropellos, es excesivamente preocupante como para no sentir escalofrío. En la Israel del 2011 se han desactivado los mecanismos de contención que podrían evitar un total descarrilamiento. El Estado de Israel no está exento de barbaridades y, si bien esta lejos de políticas de exterminio a gran escala como las de la Alemania nazi, los argumentos elaborados para justificar estas políticas discriminatorias son similares a los esgrimidos por todos los movimientos fascistas a lo largo de la historia y contienen todas las categorías epistemológicas propias de los nacionalismos más nefastos. La transformación de un Estado de Derecho en un baluarte racista, no se produce de la noche a la mañana, sino es un proceso gradual, acumulativo, de degeneración paulatina, siempre enmascarado en buenas intenciones, como por ejemplo preservar “valores nacionales” o “favorecer el bienestar social”. Más que cuantitativo, el salto es cualitativo. Hasta hoy podíamos distinguir entre “prácticas discriminatorias” ampliamente difundidas y contraponerlas a la “legislación igualitaria” que, a grandes rasgos, caracterizaba al sistema israelí. Pero a partir de ahora, la legislación se pone a tono con las viejas prácticas discriminatorias para conformar un ensamblaje sumamente preocupante. Es más, la segregación étnica está apoyada en un sistema legal que le da legitimidad estatal. Ya no se trata de un estado anímico, como estilábamos caracterizarla con cierta benevolencia hasta hace no mucho tiempo atrás, sino de un estado judicial y legal que constituye la infraestructura legal de un sistema totalitario que conduce indefectiblemente a un precipicio.
“En Israel existe un potencial real de fascismo”, escribe en el periódico Haaretz del 26 de diciembre Nurit Elshtein, quien fuera asesora legal del Parlamento y actual profesora de derecho constitucional en la Universidad de Jerusalén. Las condiciones para la degeneración están dadas, y no sólo entre grupos de colonos o derechistas, sino incluso en círculos que hasta hace poco se consideraban liberales. El racismo visceral ha salido a flote y la nueva legislación lo legitima. Israel ha perdido no sólo la sensatez sino también la vergüenza. Solo los ciegos son capaces de no percibir que Israel avanza por el mismo camino que llevó antes al precipicio de la historia universal a otras naciones: terminaremos de la misma forma salvo que fuerzas externas presionen para acabar con la empresa colonizadora en los Territorios Ocupados.
Meir Margalit es concejal del ayuntamiento de Jerusalén, militante del ICAHD (Comité israelí contra las demoliciones de casas) y miembro del consejo editorial de Sin Permiso.