Los vecinos del poblado palestino de Nabi Saleh, al norte de Ramala, se manifiestan cada viernes contra la ocupación israelí, en un nuevo ejemplo de la proliferación de la resistencia popular no violenta en Cisjordania.
Agencia EFE
Su nombre va unido desde hace más de año y medio a los de otras aldeas de Cisjordania, como Bilín, Naalín, Al Masara o Beit Umar, donde sus habitantes se concentran con activistas israelíes e internacionales en defensa de sus tierras, cercenadas por la barrera israelí de separación o la expansión de los asentamientos judíos.
El caso de Nabi Saleh, hogar de apenas medio millar de personas, condensa todas las dinámicas del control israelí de Cisjordania desde 1967: el uso excesivo de la fuerza, la incapacidad de entender o lidiar con protestas donde la máxima amenaza es el lanzamiento de piedras y el trato de favor a los colonos.
Como suele suceder en el explosivo Oriente Medio, todo comenzó con una disputa sobre un insignificante pedazo de tierra convertida en símbolo de desposesión y de debate sobre los derechos históricos.
En julio de 2008, un grupo de colonos, aparentemente del cercano asentamiento de Halamish, comenzó a utilizar un cercano manantial situado en terrenos privados y que los palestinos de la zona usaban para regar o refrescarse.
Meses más tarde, los colonos iniciaron la construcción de infraestructuras en torno al manantial, que en enero de 2010 fue declarado sitio arqueológico, lo que facilitó la restricción del acceso y obligó a detener las obras.
Hoy, los colonos han acabado las obras y visitan libremente el lugar, mientras que los palestinos tienen prohibido acceder en grupos y los viernes, según el informe “Demostración de Fuerza” sobre la represión de las protestas publicado este mes por la ONG israelí Betselem.
“El manantial fue la chispa. De hecho, el Ejército nos hizo llegar un mensaje de los colonos de que nos lo devolverían a cambio del fin de las protestas. Pero no queremos que nos devuelvan medio kilómetro, queremos el fin de la ocupación”, dijo a Efe Manal Tamimi, una de las vecinas de Nabi Saleh, donde muchos están emparentados.
El Ejército trata de detener las manifestaciones con la declaración sistemática cada viernes del poblado como “zona militar cerrada” (que impide la entrada de activistas en apoyo) y el recurso constante a gases lacrimógenos, granadas de ruido, un líquido pestilente e, incluso en ocasiones, a balas, de acuerdo a Betselem.
Algunas imágenes de vídeo captadas por activistas reflejan la brutalidad de la represión y las vulneraciones de la propia normativa militar, como agresiones gratuitas o el disparo de cartuchos de gases lacrimógenos directamente contra el cuerpo o incluso en el interior de los domicilios.
En uno de ellos se ve cómo soldados entran de noche en una casa y piden a los padres que despierten a sus hijos mayores de diez años para fotografiarles e irse.
Tampoco han servido los arrestos (78 desde 2010), como el de uno de sus cabecillas, Basem Tamimi, que entró en prisión en marzo (a raíz principalmente del testimonio recabado a un adolescente en un interrogatorio) y cuyo juicio comenzó el pasado domingo bajo la mirada de la Unión Europea, que ha expresado su preocupación por la detención de defensores de los derechos humanos palestinos, entre los que le incluye.
El Ejército habla de “disturbios violentos e ilegales” en los que han resultado heridas sus fuerzas de seguridad, lo que “obliga al uso de métodos antidisturbios para prevenir la violencia y mantener el orden”.
“Violentos” por el lanzamiento de piedras e “ilegales” porque toda reunión en territorio ocupado de al menos diez personas en el que se haga un discurso o se debata un tema político requiere un permiso de las autoridades militares israelíes que nadie se molesta en pedir porque conoce la respuesta, explica Raghad Jaraisy, abogada de la Asociación por los Derechos Civiles de Israel.
Sin embargo, en Nabi Saleh, desde donde se vislumbran sin esfuerzo las inconfundibles casas con tejados rojos a dos aguas de la colonia judía de Halamish, tienen muy claro que la lucha va para largo.
“No estamos hablando de tres kilómetros aquí o allá, sino de la ocupación y resistiremos hasta que acabe”, subraya su alcalde, Bashir Tamimi.
Escéptica sobre la paz pero convencida de la inexorabilidad de su situación, Manal Tamimi lo resume así: “Los asentamientos son como un cáncer que, si no paramos desde el principio, acabará matándonos, porque seguirá expandiéndose más y más. Por eso tenemos que hacer algo para pararlo con nuestra resistencia”.