Ilan Pappe, Diario El País
Desde 1967 Israel ha detenido a 700.000 palestinos, un 20% de la población de los territorios ocupados aquel año. Muchos son menores de edad que sufren torturas en el Campamento Offer y son condenados sin juicio
Aparecen en mitad de la noche cuando los niños están profundamente dormidos, tal vez soñando con una vida mejor. Con los ojos tapados, amordazados, esposados, los menores son llevados a los camiones y esa misma mañana apriscados en el Campamento Offer, departamento número 2 del Juzgado Militar, también conocido como Departamento Infantil. Durante ese día -y todos los demás- tendrán que permanecer sentados en una especie de clase donde no hay profesores y tampoco padres, pero sí jueces, fiscales y muchos guardias. Tienen entre 10 y 13 años los mayores y están acusados de tirar piedras a las fuerzas armadas israelíes, probablemente denunciados por sus propios compañeros de clase. Serán brutalmente interrogados: golpes en la cara y el abdomen, privación de sueño, pinchazos de aguja en manos, piernas y pies, amenazas de violencia sexual y, en algunos casos, electrochoques. Suelen confesar enseguida, están aterrorizados, pero solo cuando aceptan convertirse en colaboradores les sueltan, si es que les sueltan.
Ofra Ben-Zevi, una de las pocas y valientes mujeres israelíes que trabaja sin descanso por el despertar nacional e internacional de las conciencias dormidas, dice que a esta política criminal y odiosa hay que llamarla la cacería del niño.
Resulta fácil olvidarse de Palestina cuando Damasco, El Cairo y Saná están en plena ebullición. El ruido de los disparos contra los manifestantes, el espectáculo de los dictadores sentados en el banquillo, la genuina necesidad de los ciudadanos árabes de encontrar su propia vía hacia la democracia ocupan los titulares de prensa.
La destrucción de Palestina es mucho más lenta, y su tragedia invisible para el mundo exterior, pero es también mucho más antigua que todas estas revoluciones y me temo que seguirá todavía ahí mucho después de que cualquiera de ellas llegue a dar fruto en alguna nueva y esperanzadora realidad. Y puesto que Palestina no forma parte de esta positiva transformación, esto afectará al éxito de su supervivencia.
Esta es una herida que no sanará fácilmente. ¿Por qué? Porque, después de años de cacería diaria, miles de niños palestinos han terminado por convertirse en una generación de tenaces resistentes, una generación que no sucumbirá jamás ante la presión de Israel aunque sus líderes sí lo hagan. Ellos nunca fueron tratados como niños por Israel, sino como criminales (al contrario de lo que sucede dentro de Israel, donde los delitos menores de los más jóvenes son borrados de los archivos o prescriben, algo que no ocurre en ningún caso con los jóvenes de la Palestina ocupada, lo que facilita a la policía israelí la posibilidad de utilizar como colaborador en cualquier momento a cualquiera de ellos).
Según la ONG Adamer, desde que Israel sobrepasó las fronteras que le fueron adjudicadas antes de 1967, ocupando Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, han sido detenidos aproximadamente unos 700.000 palestinos, es decir el 20% de la población total de estos territorios. Según esta misma fuente, siguen en sus cárceles más de 5.600 y por eso los abusos que aquí relatamos constituyen solo un pequeño ejemplo de una realidad acumulativa, una escena de una película que todavía no se estrenó y que probablemente no se estrene nunca.
Imaginen pues que la escena que voy a describir tiene lugar en el Campamento Offer, frente al distinguido juez Sharon Rivli o alguno de sus colegas, todos los lunes entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde. No todo el mundo en Israel ha oído hablar del Campamento Offer, pero si se toma la carretera 443 de Tel Aviv a Jerusalén (una carretera apartheid por la que los palestinos tienen rigurosamente prohibido viajar, aunque se haya construido a costa de sus campos de cultivo y atraviese y destruya las propiedades de docenas de aldeas palestinas), puede verse un enorme bastión de cemento armado: es el Campamento Offer y allí, y en otros campamentos como este distribuidos estratégicamente, opera la industria israelí de “prisiones” que pone entre rejas diariamente a un número de personas que supera con mucho a alguno de los regímenes más brutales del mundo.
Cientos de palestinos son traídos aquí todos los meses basándose en uno de los procedimientos de arresto y detención más rápidos del mundo -uno que ni siquiera permite a los abogados conocer los cargos, y donde la mayoría de las condenas terminan sin juicio y con penas de cárcel.
Es tan frecuente este tipo de abusos que han dejado de ser noticia. La rutina, sin embargo, se rompe de vez en cuando con alguna variante en el menú. Hace unos días, por ejemplo, una clase entera de niños aterrorizados fue detenida. Será procesada al estilo “industrial”, de acuerdo con los métodos de esta justicia, de esta broma macabra.
Las historias del Offer aparecen aquí y allí de vez en cuando, pero por lo visto no son lo suficiente llamativas para impresionar a nadie. Una delegación de diputados laboristas visitó el lugar en diciembre del año pasado antes de ser entrevistados por Amira Hass, del diario Haaretz, y contarle lo impactante que había resultado para ellos la experiencia al conocer de primera mano la historia de los niños torturados y obligados a confesar crímenes que no habían cometido. Uno de los diputados, Richard Burden, conmocionado, tuvo que oír además cómo su guía le reconocía que ese día en particular había habido suerte porque habían visto a los niños esposados con las manos hacia adelante y no hacia atrás, que “como ustedes saben es una postura mucho más dolorosa”.
También Haaretz dio a conocer la historia de un joven de 14 años encarcelado sin juicio. Su abogado contó al tribunal que el joven había sido brutalmente torturado durante las cuatro o cinco horas que duró el interrogatorio. Como de costumbre en estos casos, ni el abogado defensor ni el propio acusado tenían idea -ni la tendrán nunca- de qué se le estaba acusando, lo cual, por supuesto, no fue obstáculo alguno para que le metieran en la cárcel. Seguirá, pues, encerrado en un cubículo de siete por tres metros, con otros nueve presos, comiendo, desnudándose y haciendo sus necesidades en la misma habitación: una historia de lo más corriente multiplicada por cientos, no, por miles de casos.
El juez trabaja eficiente y rápidamente enviando a un niño tras otro a la cárcel. Todos van vestidos con uniformes marrón o naranja. Capturados en plena noche, interrogados sin la presencia de ningún adulto o siquiera un trabajador social y denunciados a menudo por sus propios compañeros de clase.
Aya Qanyok, veterana de la ONG Machsom Watch, que en una ocasión pudo presenciar los juicios, ha contado la historia de un crío de 13 años que llevaba tres meses y medio preso. Ese mismo día presenció otros 24 juicios de niños procedentes del campamento de Calandia (Ramala), secuestrados todos ellos en plena noche y encadenados el uno al otro por las fuerzas militares de la “única democracia de Oriente Próximo”.
Niños encarcelados e interrogados no solo en el Offer y centros semejantes, sino también en las mismas aldeas o vecindarios donde viven. En Ghawarta, ciudad donde los israelíes sospechaban que dos escolares desesperados habían asesinado brutalmente a una familia de colonos perteneciente a uno de los grupos más fanáticos de entre todos los que ocupan los territorios, los cazaron de casa en casa. La batida fue seguida por un duro interrogatorio. Los sospechosos, uno de cuatro años y su hermano de 11, fueron interrogados dos veces por dos grupos diferentes de soldados.
Todos estos hechos constituyen una flagrante violación no solo de los tratados internacionales para la protección de la infancia, sino también de las mismas y avanzadas leyes que el propio Israel se ha dado a sí mismo. En la maravillosa película Los niños de Arna, Juliano Hamis nos muestra cómo su madre primero y luego él mismo intentaron crear en Jenin un reducto de libertad para los niños palestinos. Se trataba de una pequeña compañía de teatro, pero no duró mucho: los cazadores de niños la convirtieron enseguida en su objetivo. Ahora, también Juliano acaba de ser asesinado, quizá por un islamista fanático, quizá por un colaborador israelí. Con él desaparece otro de los pocos espacios seguros para la infancia en los territorios ocupados por Israel en 1967. Entretanto, el lento infanticidio de Palestina continúa.
Ilan Pappe es catedrático de Historia y director del Centro Europeo de Estudios Palestinos en la Universidad de Exeter.